Martín Caparrós
Vivimos en el miedo, y no parece probable que este miedo se disuelva rápido. Ya nos dicen que hay que temer rebrotes, recaídas, y que habrá que seguir sin arriesgarse a acercarse a un semejante. Una generación crecerá con la admonición constante de sus padres: no lo toques, que puedes enfermarte. Y muchos le harán caso, y cuando pase lo más agudo del asunto muchos seguirán haciéndole caso por si acaso: si todo sigue así, el mundo será, durante años, un lugar asustado con mucho menos tacto, caras enmascaradas, alcohol hasta en la sopa. Un mundo donde los inadaptados de siempre irán de la mano por la calle, se besarán, intentarán saludar a los demás con un beso o un abrazo o tenderán su mano y provocarán saltos hacia atrás, hacia la seguridad de la distancia. Un mundo donde darse la mano será un gesto de coraje, de confianza extrema —y muchos lo harán y correrán a lavarse. Un mundo donde el infierno, más que nunca, serán los otros.